Viajar es introducir una bocanada de aire fresco en nuestras vidas para renovarnos.
Viajar es sinónimo de liberación de nuestras obsesiones, tics, manías y objetos del paisaje más familiar de nuestra existencia, al que asociamos la neurosis de cada día. De ahí que viajar es introducir una bocanada de aire fresco en nuestras vidas para renovarnos.
El viaje es, pues, algo más que escapar, recargar las baterías físicas y psicológicas a fin de redoblar nuestra dedicación al trabajo cuando regresemos. Irse de vacaciones no tiene por qué ser una forma de alimentar el círculo de trabajo-descanso-trabajo. Porque viajar implica la posibilidad de romper este círculo, de cambiar.
La experiencia turística puede emerger nuestra cara oculta, ya que viajar es dejarse llevar por el atractivo de lo nuevo, renunciar un poco a la tediosa seguridad cotidiana y asumir riesgos, dar luz verde a la fantasía, embarcarse en la aventura… Viajar implica cambiar de actitud: se agudiza la curiosidad, se abren las ventanas de los sentidos y nos volvemos mucho más receptivos a todo lo nuevo. Viajar significa, sobre todo, la posibilidad de cambiar de conducta.
Viajar es descubrir nuevas gentes, explorar nuevas tierras, significa también el descubrimiento y la exploración de nuevas parcelas de uno mismo. La psicología moderna ha considerado la conducta como la respuesta a los estímulos del medio ambiente, lo que equivale a dar nuevas respuestas a nuestro comportamiento. Paisajes insólitos, obras de arte, caras desconocidas… nos permiten descubrir otros resortes personales, hacer sonar teclas de uno mismo que tal vez nunca habíamos escuchado.
Las motivaciones del viaje.
Uno de los aspectos que más ha interesado en las investigaciones empíricas sobre la forma de comportarse del turista ha sido el análisis de las motivaciones del viaje. Obras como Psicología social del comportamiento turístico, de Philip Pearce, han descrito una variedad de trabajos que se preguntan por las razones que impulsan a emprender este tipo de viaje.
En uno de los estudios se entregaron cuestionarios a diversos grupos de turistas preguntándoles qué les gustaba más del viaje y básicamente se mencionaban tres motivos: fisiológicos (clima agradable, confort y buena comida), sociales (reunirse con familiares y amigos, conocer gente nueva y obtener prestigio) y personales. Se observó que las ciudades y los ambientes artificiales satisfacían las necesidades fisiológicas y de relación social, mientras que las experiencias personales se daban más en el contacto con la naturaleza. Los turistas de mayor edad ponían más énfasis en estas últimas.
Analizando las conductas que llevan a la autorrealización, el psicólogo Abraham Maslow encontró un buen número de ellas, que podemos observar también en el turista típico: dejarse llevar por la fascinación de lo desconocido (perderse por las calles sinuosas de un barrio medieval), sumergirse completamente en la experiencia, ser capaz de quedar absortos en la contemplación de algo (el silencio de una montaña, un amanecer…). En definitiva, abandonarse a la vivencia de la naturaleza, al arte o a una conversación amistosa.
Los viajes constituyen un balón de oxígeno para las personas que están inmersas en una vorágine de trabajo y estrés; son una válvula de escape que rompe con la rutina diaria.
Pero también nos llevan a un conocimiento más profundo de uno mismo y a reconfortantes mejoras de la salud mental, además de darnos distracción y cultura.
Mayte Suárez Santos. Editora Grupo Termas